México ha transitado entre dos promesas que no se cumplieron: Carlos Salinas de Gortari ofreció modernidad y estabilidad, mientras Andrés Manuel López Obrador prometió justicia social y ruptura con el viejo régimen; tres décadas después, el país sigue atrapado entre ambas visiones, en un Estado que no logra combinar eficiencia económica con justicia social ni moral política con eficacia institucional.
Lo que alguna vez se llamó “transformación” terminó siendo una sucesión de ajustes sin continuidad, donde el progreso se mide más por discurso que por resultados, y el cambio de rumbo ha sido más simbólico que estructural. El sexenio de Salinas (1988–1994) marcó un punto de inflexión al abandonar el modelo de sustitución de importaciones y abrazar la apertura al capital global.
La inflación cayó de 159% a 7%, el PIB creció casi 4% anual y el peso recuperó estabilidad, mientras la firma del TLCAN y el ingreso del país a la OCDE consolidaron la apertura. Más de mil empresas paraestatales fueron privatizadas y el Estado se transformó en administrador del mercado, modernización que trajo estabilidad pero también fracturó la base social que sostenía la economía.
El salinismo encarnó el triunfo de la tecnocracia inspirada en Saint-Simon, convencido de que el progreso debía guiarse por una élite ilustrada que condujera racionalmente a la sociedad; de Schumpeter adoptó la “destrucción creativa” del mercado y de Friedman la estabilidad monetaria como dogma, en una época donde la política obedecía a la técnica más que a la ciudadanía.
Salinas construyó un proyecto coherente y audaz que aún sostiene parte del andamiaje económico del país, pero su error fue creer que el crecimiento bastaba para mantener legitimidad y que la modernización podía sustituir la inclusión social. Los gobiernos posteriores administraron esa herencia sin renovarla, prolongando la misma lógica de estabilidad sin equidad.
Zedillo estabilizó la economía y dio autonomía al Banco de México, aunque los salarios se desplomaron; Fox prometió el cambio, pero la alternancia no alteró el modelo; Calderón basó su legitimidad en la guerra contra el narcotráfico y el país se hundió en violencia; Peña Nieto impulsó reformas estructurales en energía, educación y telecomunicaciones que se diluyeron entre la corrupción y la opacidad.
Todos gobernaron bajo la misma lógica salinista: crecimiento sin distribución, técnica sin sensibilidad social, disciplina fiscal sin justicia y apertura comercial sin bienestar, un modelo que mantuvo la estabilidad macroeconómica a costa de profundizar la desigualdad. La política se volvió gestión y la gestión sustituyó al proyecto.
López Obrador cambió el discurso y lo asumió como “transformación histórica”, se duplicó el salario mínimo, la pobreza bajó de 41.9% a 36.3% y millones mejoraron sus ingresos; hubo menos desigualdad, pero casi nulo crecimiento, mientras la violencia se agravó, el sistema de salud retrocedió y los servicios públicos se deterioraron, mostrando que la voluntad política no reemplaza la eficacia institucional.
El obradorismo restituyó poder adquisitivo, pero no reconstruyó las instituciones que garantizan derechos; su moral pública sustituyó al proyecto económico y su marxismo fue simbólico, apelando más a valores que a estructuras. México cambió el relato, pero no el modelo, y el Estado social quedó más cerca del ideal que de la realidad.
Comparar salinismo y obradorismo revela el tránsito de la modernidad neoliberal a la moral populista: el primero apostó por la técnica, el segundo por la conciencia, y entre ambos se forjó la historia reciente del país, una línea que separa la razón del Estado y la emoción del poder. Salinas demostró que el crecimiento sin justicia social genera exclusión y Obrador que la justicia sin eficacia no transforma la realidad.
México necesita inteligencia económica y sensibilidad humana, un equilibrio que ningún gobierno ha logrado consolidar. Ningún presidente posterior redefinió el rumbo como Salinas, quien construyó instituciones perdurables, fortaleció la autonomía del Banco de México y el marco comercial que aún sostiene al país; su modelo, con todos sus costos, resiste al tiempo.
Claudia Sheinbaum asume un país polarizado y desigual, su desafío es unir técnica y moral, razón y justicia, aprovechar el nearshoring, invertir en ciencia, educación y una reconstrucción profunda del sistema de salud; paradójicamente comparte con Salinas la fe en la planeación y en el Estado como motor del desarrollo, ambos confían en la gestión organizada como vía para transformar la realidad.
Lo que viene no es otra transformación, sino una reparación: la de un país que aprendió tarde que ningún proyecto sobrevive sin equilibrio entre justicia, libertad y eficacia; si la presidenta logra combinar la racionalidad salinista con la sensibilidad social heredada de Obrador, quizá consiga reconciliar los dos caminos que México ha recorrido por separado y devolver a la política su sentido más alto, el arte de equilibrar la técnica con la conciencia.
EN PÚBLICO / NORA M. GARCÍA